lunes, 17 de septiembre de 2012

La nueva sociedad urbana




Hay ciudades mal administradas, minadas por el crimen, sucias y deterioradas. Sin embargo, muchos estiman que vivir en ciudades, aun en las más espantosas, es una ventaja. ¿Por qué? Porque las ciudades tienen la capacidad de hacer de nosotros seres humanos más complejos. Una ciudad es un lugar donde la gente puede aprender a vivir con desconocidos, a compartir experiencias y centros de interés no familiares. La uniformidad embrutece, mientras que la diversidad estimula el espíritu.

Además, la ciudad ofrece a sus habitantes la posibilidad de desarrollar una conciencia de sí mismos más compleja y más rica. No son sólo banqueros o barrenderos, afro-antillanos o anglosajones, anglófonos o hispanófonos, burgueses o proletarios; pueden ser una cosa o la otra, o todo ello al mismo tiempo, y más aún. No están sujetos a un esquema de identidad fijo. Las personas pueden desarrollar múltiples imágenes de sus identidades, sabiendo que lo que son varía en función de las personas que frecuentan. Ese es el poder de la diversidad: liberar de toda identificación arbitraria. 

Cuando en 1906 la escritora Willa Cather desembarcó en el Greenwich Village de Nueva York -luego de vivir en el interior de Estados Unidos atormentada por el miedo de que se descubriera su homosexualidad- escribió a una amiga: "Por fin, en este lugar indescifrable, puedo respirar". Si bien en público el habitante de la ciudad puede llevar una máscara impasible y mostrarse en la calle indiferente a los demás, no por eso deja de sentirse estimulado en privado por esos contactos exteriores. Y esa presencia de los otros sacude sus certezas. 

Sin embargo, la ciudad no garantiza siempre esas ventajas. Uno de los grandes interrogantes planteados por la vida urbana consiste en saber cómo hacer interactuar efectivamente todas las complejidades que ella encierra -para que la gente se vuelva más cosmopolita- y hacer de las calles superpobladas lugares de toma de conciencia de sí antes que espacios de miedo. El filósofo Emmanuel Levinas hablaba de la "proximidad del desconocido", y esa expresión traduce bien la aspiración que deberíamos alentar al concebir nuestras ciudades. 

Al respecto, los arquitectos y los urbanistas se ven confrontados a nuevos desafíos. Porque la mundialización ha trastornado el modo de producción, que ahora permite a los asalariados trabajar de manera más flexible y los obliga a vivir la ciudad de otra forma.

En el siglo XIX el sociólogo alemán Max Weber comparaba la organización moderna de las empresas con las organizaciones militares. Ambas funcionaban sobre el mismo principio piramidal, con el general o el patrón en la cúspide y los soldados o los obreros en la base. La división del trabajo reducía las posibilidades de que hubiera dos operarios para la misma tarea y atribuía a cada grupo de trabajadores de la base una función específica. Así, en la cima, el dirigente de la empresa estaba en condiciones de decidir sobre el funcionamiento de las cadenas de montaje o de la oficina, exactamente como un general podía comandar estratégicamente patrullas muy alejadas. Además, a medida que se imponía la división del trabajo, la demanda de obreros con calificaciones diversas aumentaba más rápidamente que la demanda de dirigentes. 

En lo que concierne a la producción industrial, la pirámide de Weber se encarna en el fordismo: una suerte de micro-organización militar del tiempo y de la actividad del trabajador, elaborada desde arriba por un puñado de expertos. La planta automotriz de General Motors en Willow Run, Estados Unidos, fue la ilustración más clara. Se trataba de un edificio de cerca de un kilómetro y medio de largo por 400 metros de ancho, por un extremo del cual entraban el acero y el vidrio, mientras que por el otro salían los autos. Únicamente un sistema de trabajo estricto y organizado podía coordinar la producción a tan gran escala. En el sector terciario, la muy estructurada organización de empresas, como IBM en los años 1960, se emparentaba con ese proceso industrial. 

Hace 20 ó 25 años las empresas comenzaron a rebelarse contra el triángulo weberiano. Se procuró entonces "diluir", suprimir ciertos niveles administrativos (utilizando las nuevas tecnologías de la información para remplazar a los burócratas) y hacer desaparecer la actividad fija, sustituyéndola por equipos de trabajadores que operaban en periodos cortos y en tareas específicas. En esta nueva estrategia, los equipos entran en mutua competencia, tratando de responder lo más rápido posible a los objetivos fijados por la cúspide jerárquica. Ya nadie más ocupará un sitio específico en una cadena de mandos bien definida. Se pasa a una duplicación de tareas: los distintos equipos se enfrentan para hacer el mismo trabajo más rápido y mejor. De esa manera la empresa puede responder mejor a la evolución de la demanda. 

Los apologistas del nuevo sistema de trabajo también sostienen que es más democrático que la organización anterior, lo cual es absolutamente falso. La pirámide weberiana fue remplazada por un círculo, en cuyo centro un pequeño grupo de dirigentes toman las decisiones, asignan las tareas y evalúan los resultados. La revolución de la información les otorgó un control sobre la marcha de la empresa más inmediato que el sistema anterior. Los nuevos equipos que trabajan en la periferia del círculo ahora son libres de responder a los objetivos de producción decididos por el centro, libres de elegir los medios para cumplir sus tareas, compitiendo unos con otros, pero no tienen mayor libertad que antes para determinar esas mismas tareas.

En el esquema de la pirámide weberiana, el trabajador se veía recompensado por haber efectuado su trabajo lo mejor posible. En el círculo con su centro, la recompensa es atribuida a los equipos que vencen a los otros. El economista Robert Frank denomina a ese sistema "el ganador cobra". El esfuerzo puro ya no tiene recompensa. Para Frank, esta nueva fórmula contribuye a agravar la desigualdad de salarios y primas dentro de las empresas que preconizan la flexibilidad. 

En esos lugares flexibles de trabajo, la consigna es: "¡No al largo plazo!". Los planes de carrera profesional dejaron lugar a empleos que consisten en efectuar tareas específicas y limitadas. Una vez que la misión llega a su fin, a menudo se suprime el empleo. En el sector de alta tecnología de Silicon Valley (California), la duración promedio de un empleo es de ocho meses. Las personas cambian constantemente de interlocutor profesional. Las modernas teorías de gestión de empresas afirman que la "duración de consumo" de un equipo no debe superar el lapso de un año. 

Ese modelo no domina aún el mundo laboral. Sólo representa el ángulo de ataque en vistas de una evolución: ninguna empresa nueva quiere practicar el empleo de tiempo indefinido. La flexibilidad no fomenta la fraternidad, como tampoco promueve la democracia. Resulta difícil sentirse comprometido con una empresa cuya naturaleza no está bien definida; es difícil actuar lealmente con una institución inestable que no da muestras de ninguna lealtad respecto de sus empleados. Los dirigentes de empresas descubren que la falta de compromiso se traduce en una baja de la productividad y en una cierta indiferencia respecto de la noción de confidencialidad.

La fraternidad, debilitada


La ausencia de fraternidad que se expresa en el principio "no al largo plazo", es un fenómeno mucho más sutil. El trabajo en una tarea específica ejerce sobre los asalariados una enorme presión, y los reclamos de los equipos perdedores son el acta de defunción del trabajo en común. Repitámoslo: una confianza informal requiere tiempo para desarrollarse; hay que aprender a conocer a la gente. Una presencia sólo temporal en una empresa incita a mantener la distancia y a no implicarse, dado que el empleado no se quedará allí. Por otra parte, esa falta de compromiso mutuo es una de las razones por las que a los sindicatos les cuesta tanto movilizar a los trabajadores en las industrias o empresas (del tipo Silicon Valley) que practican la flexibilidad. La fraternidad, en tanto destino compartido, conjunto duradero de intereses comunes, está debilitada. Socialmente, el sistema del corto plazo genera una paradoja: las personas trabajan intensamente bajo una enorme presión, pero sus relaciones con los otros se mantienen curiosamente superficiales. No es un mundo donde el compromiso real respecto de los demás tenga mucho sentido a largo plazo. 

La flexibilidad capitalista produce sobre la ciudad los mismos efectos que sobre los lugares de trabajo. Así como la flexibilidad del sistema de producción genera relaciones más superficiales en el trabajo, ese capitalismo genera un sistema de relaciones superficiales y distantes en la ciudad. Esto se presenta bajo tres formas. La más evidente es el apego físico a la ciudad. Las tasas de movilidad geográfica son muy altas entre los trabajadores afectados por la flexibilidad. El trabajo temporario es el único sector del mercado laboral en rápido crecimiento. Esto obliga a los asalariados a desplazamientos múltiples. En esferas más elevadas de la economía, los ejecutivos se mudan tan frecuentemente como antes, pero esa movilidad es diferente. En el pasado, estaban prisioneros de la rutina de la empresa, y ésta determinaba exactamente su "lugar", su trayectoria, e importaba poco el punto del mapa en que se hallaban. Es justamente ese vínculo el que rompen las nuevas modalidades laborales. Algunos especialistas de estudios urbanos afirman que para esa elite, el modo de vida de la ciudad importa más que sus empleos. Ciertos barrios -elegantes, con restaurantes de moda y servicios específicos- remplazarían incluso a la empresa como punto de anclaje.

Dilución de los vínculos


La segunda expresión del nuevo capitalismo es la estandarización del entorno. Hace algunos años, mientras visitaba en Nueva York el Chanin Building, un palacio art-decó con oficinas ultramodernas y espacios públicos espléndidos, el director de una gran empresa de la nueva economía declaró: "Esto no nos conviene, la gente podría llegar a sentir un apego exagerado por sus oficinas, podrían apropiárselas". 

La oficina del trabajo flexibilizado no debe ser un lugar donde arraigarse. La estructura administrativa de las empresas flexibles exige un entorno físico que pueda ser rápidamente reconfigurado: en última instancia, "la oficina" se reduce a una terminal informática. El carácter neutro de los nuevos edificios resulta también de su valor de cambio como unidades de inversión. En efecto, para que alguien que está en Manila pueda comprar o vender más fácilmente, por ejemplo, diez mil metros cuadrados en Londres, ese espacio debe tener la unidad y la transparencia de la moneda. Por eso, los principios arquitectónicos básicos de los edificios de la nueva economía responden a lo que Ada Louise Huxtable llama la "arquitectura-envoltorio": edificios con un exterior sobrecargado de ornamentaciones y espacios interiores cada vez más neutros, estandarizados y susceptibles de una reconfiguración inmediata. 

Paralelamente a la aparición de esa "arquitectura-envoltorio" asistimos a la estandarización del consumo público: una red mundial de comercios que venden los mismos bienes en los mismos locales, ya sea en Manila, México o Londres. Resulta difícil sentir apego por una boutique específica de la cadena Gap o de Banana Republic; la estandarización genera indiferencia. Dicho de otra manera: el problema de la lealtad institucional en los lugares de trabajo, que comienza a inquietar a los dirigentes (que sin embargo eran no hace mucho incondicionales entusiastas de la reestructuración permanente de las empresas), halla su equivalente en la relación concreta del público urbano con el consumo. La fidelidad y el vínculo con lugares específicos se diluyen bajo el efecto de ese nuevo sistema. Las ciudades dejan de proponer lo desconocido, lo inesperado, lo estimulante. De la misma manera, lo ya integrado en la historia compartida o en la memoria colectiva desaparece ante la neutralidad de esos espacios públicos. El consumo estandarizado ataca las referencias locales del mismo modo que el nuevo lugar de trabajo mina la memoria interiorizada, compartida por los trabajadores. 

La tercera expresión del nuevo capitalismo es menos visible. La flexibilidad, el trabajo efectuado bajo presión, desorientan profundamente la vida familiar. Los lugares comunes que transmite habitualmente la prensa -niños abandonados a sí mismos, adultos estresados, desarraigo geográfico- no tocan el centro de esa pérdida de puntos de referencia. En realidad, los códigos de conducta que rigen el sistema moderno de trabajo destruirían las familias si se aplicaran al círculo familiar: no comprometerse, no implicarse, pensar a corto plazo. El recordatorio de los "valores familiares" hechos por la opinión pública y por los políticos contiene algo más que una simple resonancia derechista. Es una reacción ciertamente elemental pero profundamente sincera ante las amenazas que pesan sobre la solidaridad familiar en la nueva economía. Christopher Lasch presenta a la familia como "un paraíso en un mundo sin corazón". Esta imagen adquiere aún más importancia cuando al mismo tiempo el trabajo se vuelve más precario y más exigente en términos de disponibilidad de los adultos. Uno de los efectos de ese conflicto, bastante bien estudiado, sobre los empleados de edad mediana, es el abandono de la participación en la vida cívica por parte de los adultos, ocupados como están en la lucha por estabilizar y organizar su vida familiar. La participación en la vida cívica exige también un tiempo y una energía de los que el hogar no siempre dispone. 

Esto lleva a hablar de uno de los efectos de la mundialización sobre las ciudades. La nueva elite mundial, que ejerce en ciudades tales como Nueva York, Londres o Chicago, evita el campo político urbano. Se aviene a desarrollar sus actividades en la ciudad pero se niega a dirigirla: se trata de un sistema de poder sin responsabilidad. 

En Chicago, en 1925, por ejemplo, el poder político y el económico eran inseparables. Los presidentes de las 80 empresas más importantes de la ciudad formaban parte del consejo de administración de 142 hospitales y componían el 70% de los consejos escolares y universitarios. La recaudación fiscal proveniente de 18 empresas nacionales con sede en Chicago representaba el 23% del presupuesto municipal. Al contrario, en Nueva York son actualmente raros los dirigentes de firmas mundiales que integran los consejos de instituciones escolares y ninguno de ellos participa en los consejos de administración de los hospitales. Además, es sabido cómo se las arreglan las empresas multinacionales, como la News Corp (de Rupert Murdoch) para evadir las tasas, sean locales o nacionales. 

Esta evolución se explica por el hecho de que la economía mundial ya no está arraigada a la ciudad, en el sentido en que no está más sujeta al control de la municipalidad. Es, al contrario, una economía insular, en el sentido estricto del término en el caso de Manhattan, en Nueva York; o en el sentido arquitectónico, en lugares como Canary Wharf, en Londres, semejantes a fortalezas de otra era. Como lo demostraron los sociólogos John Mollenkopf y Manuel Castells, esta riqueza mundial no se propaga ni se vierte mucho más allá del enclave de la economía mundial.

Acuerdo de no intromisión


Por otra parte, la política de ese enclave cultiva el tipo de indiferencia respecto de la ciudad que Marcel Proust -en un contexto totalmente diferente- llamaba el fenómeno del "amante pasivo". Amenazando con mudarse a cualquier otro lugar del mundo, las transnacionales logran que les ofrezcan enormes exenciones fiscales para incitarlas a quedarse, método de seducción ventajoso, facilitado por la aparente indiferencia que las empresas muestran respecto de los lugares en que se instalan. En otras palabras, la mundialización presenta un problema de ciudadanía tanto a nivel de la ciudades como de las naciones. Las ciudades no pueden captar fondos de esas empresas, y éstas asumen pocas responsabilidades en relación con su presencia en la ciudad. Esa amenaza de ir a instalarse en otras latitudes posibilita el rechazo de responsabilidades. En consecuencia, faltan mecanismos políticos que obliguen a las instituciones inciertas y flexibles a aportar una justa contribución a cambio de los privilegios de que gozan en la ciudad. 

Todo eso actúa sobre la "sociedad civil" urbana, que descansa en un compromiso fundado en la mutua separación. Es decir, un acuerdo de no intromisión en los asuntos ajenos. Esa es una de las razones por las cuales, desde un punto de vista positivo, la ciudad moderna funciona como un acordeón, capaz de extenderse fácilmente para incorporar nuevas oleadas de inmigrantes; los espacios de diferenciación son herméticos. Desde un punto de vista negativo, ese compromiso de mutua separación acaba con las prácticas ciudadanas -que exigen el reconocimiento de intereses divergentes- a la vez que implica una pérdida de la simple curiosidad humana respecto del otro. 

Al mismo tiempo, la flexibilidad del nuevo lugar de trabajo genera cierta sensación de incompletud. El tiempo flexible es más secuencial que progresivo: se trabaja en un proyecto, luego en otro sin relación alguna con el primero. Sin embargo, que algo falte en nuestra propia vida no basta para que nos volquemos hacia los otros, hacia la "proximidad de los desconocidos" (Levinas). 

Esto sugiere algo respecto del arte de concebir mejores ciudades. Debemos mezclar diferentes actividades en un mismo espacio, así como en otra época la actividad familiar pudo mezclarse con el lugar de trabajo. La incompletud del tiempo capitalista nos remite al problema que marcó el inicio de la ciudad industrial: una ciudad que atomizó el domus, esa relación espacial que antes de la era industrial había combinado familia, trabajo, espacios públicos ceremoniales y otros lugares sociales menos formales. Necesitamos recuperar el carácter colectivo del espacio para combatir el tiempo secuencial del trabajo moderno.

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